dilluns, 27 d’octubre del 2008

EL SÉPTIMO DÍA

Tomó sus vitaminas y prosiguió trabajando. Estaba cansado, pero debía conseguir que su experimento funcionara. Las ratas de laboratorio todavía vivían y eso significaba que los comprimidos inventados por él no habían surtido efecto. Volvió a repasar sus notas. Algo fallaba. Cambió las proporciones, lo mezcló todo de nuevo e inyectó a una rata la sustancia letal.
Si pasadas treinta y seis horas la prueba tenía un resultado positivo, pondría en marcha el plan que tenía en la cabeza: acabar con la vida de su mujer, eso sí, no tenía que dejar ningún rastro que hiciera sospechar que había sido asesinada. Todos debían creer que había fallecido debido a un ataque al corazón. Entonces él pasaría a ser uno de los hombres más ricos de la ciudad, puesto que antes de casarse habían firmado un contrato pre-matrimonial en el que se especificaba claramente que, si fallecía uno de los dos, todos los bienes de que dispusieran irían a las manos del cónyuge que continuara con vida, siempre y cuando la autopsia dictaminara muerte por causa natural. Si se descubría la presencia de agentes tóxicos en el cuerpo, agresiones físicas o se sospechaba de un complot de asesinato, todas las riquezas serían donadas al orfanato “Virgen de los Desamparados”.
Él no quería el dinero pero la presión que ejercía sobre él su amante le había inducido a planear la muerte de su mujer. Por eso se hallaba trabajando a tan altas horas de la madrugada en un experimento que no sabía si daría resultados positivos. Se quitó las gafas y tras frotar sus cansados ojos decidió ir a acostarse. Ahora sólo debía comprobar la eficacia de su invento.
Funcionó. La rata sólo había durado veinticuatro horas. El corazón del animal había sucumbido al efecto del producto.
Cogió el frasco de somníferos que cada noche tomaba su mujer y los sustituyó por las pastillas que había fabricado. Sólo tres pastillas serían suficientes para librarse de su rubia esposa sin dejar rastro. Después de un tiempo prudencial compartiría el patrimonio conseguido con esa morena despampanante que había conquistado su corazón seis meses antes.
Aquel plan no se estaba desarrollando como esperaba. Su mujer no enfermaba y llevaba ya dos días tomando una elevada dosis de comprimidos. Esperaría otros dos días y si no funcionaba revisaría de nuevo el experimento. Quizá había pasado por alto algún detalle importante.

Hoy no se encontraba bien. Se levantó temprano, aunque con esfuerzo y, después de tomarse su ración diaria de vitaminas, se dirigió al cuarto. Su rostro se reflejó en el espejo y el asombro invadió su mente. Su tez estaba blanca, descolorida; sus ojos, esos bonitos ojos color avellana, se perdían en la profundidad de sus cuencas; bajo ellos unas oscuras ojeras desmejoraban su rostro y sus labios, antes finos y sedosos, aparecían ahora agrietados y resecos. Además por si fuera poco, un intenso dolor de cabeza martilleaba sus sienes con ritmo acompasado. Se arregló y se dirigió al trabajo. Cuando llegó, sus compañeros le obsequiaron con desagradables comentarios acerca del lamentable aspecto que presentaba y, tras las burlas, se dirigieron a sus respectivos departamentos.
Se sentó en su sillón, detrás de la mesa del lujoso despacho y suspiró. No se encontraba bien. Debía haberse quedado en cama. Seguro que se había resfriado. Con la diferencia de temperatura que había entre la calle y la oficina era normal que sintiera aquellos síntomas.
Lo que en un principio había creído era un simple catarro, empezaba a complicarse lentamente. Ahora se sentía débil, muy débil, con náuseas y vómitos por la mañana al levantarse y luego, durante el resto del día, la somnolencia, la sequedad de boca y el vértigo, se habían convertido en inseparables amigos. Le sudaban las manos, le costaba respirar y, poco a poco, se le iba cayendo el pelo a una velocidad alarmante. Por ese motivo se había dirigido a la consulta de un médico amigo suyo que le tranquilizó diciéndole que sus molestias se debían a un exceso de nervios y preocupaciones ocasionados por el enorme trabajo que tenía y a las pocas horas de reposo de que disponía al día. Le recomendó que aumentara su dosis de vitaminas y, aunque había seguido su consejo, en lugar de mejorar continuaba empeorando paulatinamente. El estreñimiento dio paso a las diarreas y la taquicardia iba causando graves estragos a su debilitado corazón. En cuatro días había adelgazado de forma desmesurada y parecía un saco de huesos. Era un esqueleto andante, bueno, cuando andaba, porque llevaba un día y medio en la cama sin poder poner los pies en el suelo ni siquiera para ir al baño.
De repente, un agudo dolor en su brazo izquierdo tensó todos sus músculos. Un sudor frío empezó a recorrer su frente mientras su cuerpo sufría repetidas convulsiones. No había nadie en la habitación. Quiso gritar, pero su boca sólo hizo un mísero movimiento del cual no surgió ningún sonido, ninguna palabra. Un fuerte pinchazo presionó su pecho y sintió cómo se ahogaba, sintió cómo le faltaba la respiración, sintió cómo se le escapaba la vida de su cuerpo. Entonces lo supo, comprendió que sus pastillas habían funcionado. Luego cerró los ojos y exhaló su último suspiro.
El resultado de la autopsia fue tajante: muerte natural por infarto de miocardio agravado por el síndrome del “delirium stress ejecutivum”, o sea, “stress delirante del ejecutivo agotado”. No había rastros de fármacos extraños ni sustancias tóxicas que hubiesen podido provocar tan fatal desenlace.

Todos estaban presentes, amigos, compañeros, familiares. Todos. Todos lloraban. Todos querían rendirle un último homenaje y decirle adiós. El sacerdote empezó su oración en medio de un profundo silencio: “Hermanos, hermanas, estamos aquí reunidos para despedirnos de este cuerpo sin vida que, igual que nuestro Señor Jesucristo, al séptimo día descansó…” Alguien perdió el conocimiento y se desplomó.Todo había terminado. La gente congregada en el funeral iba abandonando el cementerio poco a poco. Sólo dos mujeres vestidas de negro, una rubia y otra morena, permanecían de pie, una junto a otra, con las pupilas fijas en el féretro. Levantaron los ojos, cruzaron sus miradas y, tras un apasionado beso, abandonaron juntas el lugar.

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